Capítulo 5: El culto de la unidad

Ofrecemos a continuación una parte del quinto capítulo del libro que recomendamos, y que en estos momentos que está viviendo el IVE, nos parece de lo más oportuno.

Obviamente, con esta metida de pata del ex superior general, Guastavo Nieto, muchos de los miembros religiosos no estarán muy contentos ni muy de acuerdo con la política de los ex superiores, presentados como superiores legítimos, rompiendo así la obediencia con Roma.

Por eso es oportuno entender otro de los «riesgos» de la vida religiosa que Dom Dysmas, Prior General de la Gran Cartuja, nos presenta con una claridad impresionante: «El culto de la unidad»

He aquí el resumen:

Capítulo 5: El culto de la unidad

1. Unidad: ¿Apariencia o realidad?

Los religiosos siempre han buscado realizar un modelo terrestre de la unidad deseada ardientemente por Cristo (Jn 17), sin esperar a que se cumpla la plena unidad del Cuerpo de Cristo en el Reino. ¡Cuán bueno y dulce para los hermanos vivir juntos y estar unidos!19 Esta unidad pide a todos una parte de renuncia, pero trae alegría y plenitud.

La unidad, sin embargo, encuentra su justo equilibrio solo a condición de una integración sana de la diversidad; de lo contrario, se convierte en uniformidad, incluso mirando a un pensamiento único. ¿Qué significa esta última expresión? Que nadie tiene el derecho de pensar de manera diversa al pensamiento oficial de la comunidad, y en una estructura piramidal, significará: que nadie tiene el derecho de pensar de manera diversa al pensamiento del superior. Los grados pueden ser muy diversos. En su forma más marcada, se llega al enrollado de personalidades y a un cierto empobrecimiento de la comunidad.

Un ejemplo típico: en una comunidad marcada por este culto a la unidad, una hermana que no encaja en este marco termina por elegir guardar silencio en las reuniones comunitarias cuando piensa lo contrario. Ella escucha de su priora: Se ve que no estás de acuerdo, debes manifestar que estás de acuerdo. La intimación es clara pero enorme: debes estar de acuerdo, si no, rompes la unidad. Si estar de acuerdo es un deber, un pensamiento personal ya no está permitido disentir y queda prohibido pensar por sí mismo. En tal marco, tenemos derecho a hablar de molde, de formateo. Se debe encajar en el molde, cualquier cosa que no corresponda al pensamiento del grupo debe ser eliminada.

¿Será tal vez que se confunde una unidad de tipo matemático (un conjunto cuyos elementos son todos iguales) y una unidad de tipo humano como la que puede, por ejemplo, crearse en el matrimonio y que está hecha de ajustes indefinidos, de renuncias recíprocas, de descubrimiento del otro en su riqueza única por la cual enriquece mi pobreza?

¿No será más bien que la unidad se ha convertido subrepticiamente en un medio de control, un medio para evitar que algo se escape? Para eso es suficiente impulsar la búsqueda de la unidad más allá de su límite normal que es el respeto e incluso la estima de la diferencia. La unidad solo encuentra su belleza en la diversidad, entonces hablamos de armonía. El Reino de Dios no es una cadena de montaje y al Espíritu Santo no le gusta repetirse.

Una unidad que no puede manejar la diferencia está profundamente enferma. ¡Qué contradicción! Violentaremos lo más íntimo de la persona para dar la impresión de que todos estamos de acuerdo. ¿Qué sentido tiene esto?

Una vez más perdimos el sentido del límite. Toda comunidad humana debe construirse alrededor de un núcleo que reúne. En una comunidad religiosa, es la forma propia de la comunidad. Cualquiera que no soporte la vida de comunidad no puede ser trapense y quien soporta la soledad no puede ser cartujo. En toda vocación hay algunos elementos ineludibles sobre los cuales es indispensable que todos estén de acuerdo. El discernimiento de las vocaciones gira en torno a estos elementos. San Benito nos da un ejemplo: Si revera Deum quærit (“si realmente busca a Dios”). Si este no es el caso, tal persona no tiene su lugar en la vida monástica y uno debe decírselo. No es un reproche ni una depreciación, simplemente se equivocó de puerta y si intenta a toda costa hacerse benedictino, uno se expone a graves fastidios.

El primer nivel, por lo tanto, es un núcleo de algunos elementos no negociables, los que definen la vocación y que, por lo tanto, se encontrarán en todas las casas del Instituto.

Alrededor de este núcleo, una corona de elementos que dan una cierta fisonomía a una comunidad y que harán que tal persona ingrese más bien en tal abadía y otra, en otra. Elementos menos importantes, más culturales, por así decirlo, pero que facilitarán la inserción.

Fuera de esto, reina la mayor libertad que hace que las almas no se parezcan más que en el semblante. Se puede vivir en la unidad y tener diversas preferencias en espiritualidad, liturgia, política o cocina, eso es parte de la vida.

Si no se hacen estas distinciones, ¿cómo se puede evitar confundir lo accidental y lo esencial y tomar como una amenaza de la unidad-uniformidad aquello que es simplemente una sana diversidad?

En el ejemplo anterior, la sana reacción sería: sentimos que no estás de acuerdo, nos gustaría saber por qué. Y esto con el verdadero deseo de conocer su pensamiento. En un grupo donde todos dicen que están de acuerdo porque esa es la regla, hay dos soluciones: o bien es una pantalla y en este caso no tenemos una unidad real, sino solamente una apariencia (y entonces, ¿qué interés?), o la regla ha sido tan bien inculcada que los miembros del grupo perdieron la capacidad de un pensamiento personal. ¿Es necesario decir que esto representa un disfuncionamiento grave, un comienzo de destrucción de la persona?

En el contexto cristiano, el camino que puede conducir a esto es la culpabilización. Si hemos afirmado lo suficientemente seguido a alguien: “tú rompes nuestra hermosa unidad cuando no estás de acuerdo”, la persona terminará sintiéndose culpable, especialmente si agregamos argumentos como: es el príncipe de las mentiras quien te hace hablar, quien siembra la división en todas partes. Si fuera el Espíritu Santo, estarías unido a todos. Ya se necesita un cierto nivel de madurez espiritual para desarmar el sofisma subyacente, pero un/a novicio/a puede no saber cómo sortear la trampa.

Dicho sea de paso: realmente hace reír la idea de que todo el mundo pueda estar de acuerdo en una comunidad. Cualquiera sea la pregunta que se haga a la comunidad, podemos apostar con seguridad que habrá algunos que no estarán de acuerdo. Y a menudo sabemos que tendremos derecho a la gama completa de posibles respuestas. Pero obviamente no es tranquilizador y, además, no hacemos lo que queremos. ¿No es exactamente aquí dónde aprieta el zapato?

Sí, la unidad es hermosa y no se trata de negarla. Pero también uno puede aprovechar, consciente o inconscientemente, a desarrollar un culto de la sumisión incondicional a la palabra que viene de arriba, porque entonces se hace lo que se quiere. Si sólo fueran cuestiones materiales, no sería dramático, pero cuando viene a suceder que lo que se quiere son personas, se entra en la manipulación.

Un amigo mío que estudiaba en una gran escuela de negocios me dio un ejemplo del proceso. Un profesor les había explicado que el arte de dirigir una reunión era hacer que las personas tomaran las decisiones que ellos querían que tomaran, dejándoles la impresión de que habían decidido por sí mismas.

Para sintetizar, he aquí, en partes, el mecanismo de esta pseudo unidad utilizada como medio de control:

Visto desde el lado de los miembros

• Soy responsable de la unidad.

• Si no estoy de acuerdo en todo con la dirección dada por la cabeza, introduzco una semilla de discordia.

• Hago, por tanto, el trabajo del divisor, Satanás.

• Mi pensamiento personal viene del Demonio.

• Tengo que pelear con mi pensamiento porque es una tentación.

Visto desde el lado del pivote (superior)

• Los miembros ya no tienen pensamientos personales.

• Todos piensan lo mismo.

• Sé lo que todos piensan.

• Me siento tranquilo y controlo.

• Hago lo que quiero: una palabra y todo el mundo la sigue.

Por este mecanismo, profundamente perverso, los propios miembros llegan a negar su derecho a un pensamiento personal. El prisionero se ha convertido en su propio carcelero porque se condena a sí mismo.


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