Del Opus Dei al Verbo Encarnado: del poder ordenado al desorden con pretensiones

El Opus Dei se encamina hacia su mayor transformación desde la muerte de san Josemaría Escrivá. Los nuevos estatutos, que dividen la Obra en tres entidades distintas, marcarán el fin de aquella “unidad de espíritu y de gobierno” que durante casi un siglo definió su identidad.

Pero mientras el Opus vive una cirugía jurídica profunda, el Instituto del Verbo Encarnado —fundado por el sacerdote argentino Carlos Buela— sigue bajo control pontificio, navegando entre denuncias, comisarios, “colgadas” masivas de sacerdotes y religiosas, y decenas de monjas sometidas a tratamiento psiquiátrico tras años de presión psicológica interna.


Dos proyectos de poder espiritual

El Opus Dei nació de la inteligencia organizativa de un santo obsesionado con la perfección. El Verbo Encarnado, en cambio, nació del fervor desordenado de un sacerdote efebófilo sudamericano con vocación de caudillo. El primero construyó una maquinaria administrativa de precisión romana; el segundo, una pirámide emocional de estilo argentino (basta recordar el grotesco fogón en Génova tras el entierro de Buela, una escena que condensa la mezcla de fervor y delirio que ha marcado a la institución desde sus orígenes).

Ambiciones no les faltaron. Pero si el Opus Dei consiguió una estructura eficaz y duradera, el IVE apenas logró una imitación grotesca, sostenida por obediencias ciegas, discursos inflamados y el caos como sistema.

En el Opus, la disciplina se tradujo en gestión, la obediencia en método, la espiritualidad en una administración rigurosa. Cada decisión, desde la formación de los numerarios hasta la redacción de los manuales internos, respondía a una lógica casi empresarial: eficiencia, jerarquía y resultados. Roma podía desconfiar, pero no podía decir que no funcionara.

En el Verbo Encarnado, en cambio, la obediencia se convirtió en espectáculo. El fervor reemplazó a la reflexión; la lealtad personal, a la competencia; la mística de “dar la vida por el Verbo” terminó en una cultura de exaltación constante. Las misiones se multiplicaban sin planificación, los seminarios se abrían donde hubiera un obispo dispuesto a cerrar los ojos, y los superiores confundían el gobierno con la devoción.

El resultado fue una organización con apariencia de expansión y fondo de descontrol: vocaciones adolescentes reclutadas a la ligera, sacerdotes formados a velocidad industrial (el primer maestro de novicios fue ordenado sacerdote a la edad de 23 años, con dispensa papal), religiosas agotadas por un ritmo de vida inhumano, y un discurso interno donde el heroísmo suplía la falta de estructura.

Donde el Opus cultivó abogados, filósofos, economistas y obispos, el Verbo Encarnado fabricó predicadores exaltados, cronistas de sí mismos y misioneros que confundían el sacrificio con el desorden.

Al pasar, el IVE detesta al Opus Dei

El IVE/SSVM considera al Opus Dei, como blando, mundano, “no serio”. En los círculos internos se burlan de las numerarias porque «llevan maquillaje». Las burlas hacia san Josemaría Escrivá son habituales en los seminarios del Instituto: se ridiculiza su espiritualidad “pastelera”. Pero esa burla —más que teológica— era un reflejo de envidia: el desprecio del improvisado hacia quien supo construir.

Porque el IVE siempre quiso alcanzar el nivel del Opus Dei —universidades, centros académicos, publicaciones de prestigio—, pero no les da la cabeza. Intentaron copiar su modelo sin comprender su lógica: quisieron los frutos sin el método, la visibilidad sin la estructura, el poder sin la competencia.
Y así, donde el Opus edificó una institución intelectual, el Verbo levantó un castillo de consignas.

El bisturí de Roma

Roma ha decidido actuar con bisturí fino en el caso del Opus Dei: dividir, descentralizar y reducir el poder del prelado. Ya no habrá “unidad orgánica” entre sacerdotes y laicos. El prelado conservará autoridad sobre los clérigos, pero perderá toda jurisdicción sobre los fieles. Es el final de una era: la de una prelatura que se comportaba como diócesis paralela.

En el caso del Verbo Encarnado, Roma no ha podido aplicar el mismo procedimiento. El intento del comisario anterior de dar a la rama femenina —las Servidoras del Señor y de la Virgen de Matará— la independencia jurídica y de gobierno que todas las congregaciones religiosas femeninas tienen, fracasó ante la resistencia del núcleo clerical del Instituto, decidido a mantener el control, y digámoslo sinceramente, la anuencia de las monjitas, quienes adoran ese estilo de gobernanza.

El fundador convertido en dogma

En ambos movimientos, el fundador se transformó en figura casi sagrada. San Josemaría Escrivá, canonizado a velocidad récord, fue elevado a modelo universal del laicado. Su imagen preside centros y capillas, y sus frases se citan como si fuesen parte del Evangelio apócrifo del management espiritual.

Carlos Buela, por su parte, no tuvo la inteligencia ni la elegancia de Escrivá, pero sí su narcisismo. Lo paradójico es que esa glorificación como “el fundador” fue un fenómeno posterior, iniciado en los años noventa. En sus comienzos, Buela no se presentaba así ni los seminaristas lo trataban como tal: para ellos era simplemente “Carlucho”, un sacerdote argentino con empuje y simpatía, no una figura semidivina.

El título de fundador surgió después, construido deliberadamente por su entorno para consolidar autoridad y silenciar las críticas internas. Desde entonces, cada gesto y cada palabra de Buela se reinterpretaron como parte de una epopeya mística.

  • Se crea un relato heroico del fundador.
  • Se sacraliza su palabra y su memoria.
  • Se demoniza la crítica como “traición”.

Y cuando el fundador eclipsa a Cristo, el carisma deja de ser don para transformarse en sistema de pertenencia.

El mito del castigo pontificio

En los últimos años, tanto en la Obra como en el Verbo Encarnado circula la misma explicación conspirativa:

Todo esto nos pasa porque Francisco es progre y quiso castigar a los conservadores.

Es una narrativa cómoda: exime de toda autocrítica y convierte la corrección eclesial en persecución ideológica.

Pero el mito se desmorona ante un dato incómodo: en el caso del Opus Dei, el Papa León ha mantenido la misma línea. Eso demuestra que no se trata de un asunto político, sino de uno eclesiológico. Roma no está castigando la fidelidad doctrinal, sino corrigiendo deformaciones de poder. Ni el Opus Dei ni el Verbo Encarnado fueron sancionados por rezar demasiado, sino por confundir la autoridad espiritual con la propiedad privada del Espíritu Santo.

Dos declinaciones del mismo error

El Opus Dei y el Verbo Encarnado son, en el fondo, dos expresiones de un mismo fenómeno: el clericalismo carismático, ese virus que transforma la obediencia en idolatría organizativa. Uno lo hizo con método y eficacia; el otro, con improvisación y delirio. El resultado es el mismo: dependencia, miedo, y la convicción de que la salvación pasa por la estructura.

Hoy, Roma parece haber aprendido la lectura correcta: no se trata de destruir movimientos, sino de vaciarles el absolutismo interno.

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