Estimados lectores:
Ayer citábamos al gran Padre Castellani, que nos refrescaba algunas consideraciones tan importantes sobre la obediencia en la vida religiosa.
Hoy, continuando con este autor de altísimo vuelo, ofrecemos un texto de mucho interés para lo que respecta a las víctimas de abuso, tema que nos ocupa en este blog.
Recomendamos leer hasta el final, y aclaramos de entrada, que hacemos nuestras las consideraciones del religioso argentino, que, sin duda, las vivió en carne propia y sabía de lo que hablaba.
La injusticia
(Leonardo Castellani, Los papeles de Benjamín Benavides, Dictio, Buenos Aires 1978, 349-358)
Hoy le saqué al viejo un artículo que escribió sobre la injusticia, aunque el título que le puso, para adaptarse al temario, fue Reflexiones sobre la justicia. Lo escribió para un certamen o juegos florales que hicieron en Brescia, para conmemorar el centenario de la aparición de la Psicología y la Ética de Rosmini, los hermanos del Instituto de la Caridad. Contra todo lo que presumíamos ¡sacó un accesit! Estaba tan contento de este modestísimo triunfo que se daba por satisfecho del trabajo de escribirlo en la cárcel sin libros y de haberlo traducido al italiano sin diccionario. El accesit no comportaba ni una sola lira, la honra tan sólo. Lo publicaron los hermanos en una revistucha con el pseudónimo de Aureliano Martínez robles.
Aquí se ve lo que hubiera producido este viejo cascarudo de tener los incentivos normales que tiene un escritor en su vida; cuando en medio del desierto de hielo en que vive es capaz de sacar de sus entrañas, como una araña flaca, tal cual parsimoniosa tela.
Reflexiones sobre la Justicia
La injusticia es el disolvente más tenaz que existe.
Una injusticia no reparada es una cosa inmortal.
Provoca naturalmente en el hombre el deseo de venganza, para restablecer el roto equilibrio; o bien la propensión a responder con otra injusticia; propensión que puede llegar hasta la perversidad, a través
del afecto que llaman hoy resentimiento.
Es, pues, exactamente, un veneno moral.
Hay una sola manera de no sucumbir a sus efectos: ella consiste en aprovecharlos
para robustecer en sí mismo la decisión de no ser jamás injusto con nadie. ¡Ni siquiera consigo mismo!
Con ayuda de los dolores que provoca en el alma la injusticia sufrida – que en los seres de gran temple moral son extremados -, hay que saber ver la fealdad y la deformidad de las propia injusticias-posibles,
pasadas y futuras; y de la injusticia en sí.
El que ha sufrido una gran injusticia en sí
mismo, y no ha respondido con otra, no necesita muchas consideraciones para contemplar el punto de San Ignacio de Loyola: “considerar la fealdad del pecado en sí mismo, aun dado caso que no estuviese prohibido”. Vemos la fealdad del pecado más fácilmente cuando otro nos lo inflige, que cuando nosotros lo infligimos.
Devolver injusticia por injusticia, o golpe por golpe, no remedia nada. La venganza que dicen es “el placer de los dioses”, es un placer solitario y estéril. La vindicta es el placer de los dioses, así como el quijotismo es su deporte.
Nada más común en nuestra época que la indignación por la injusticia: es una de las características de ella. Esa indignación es natural; y nadie dirá que sea mala. Pero el remedio que se busca
ordinariamente es malo, porque casi siempre implica otra injusticia.
Repartir la tierra a los campesinos: para eso hay que arrebatarla primero por la violencia – y con injusticia en muchos casos – a los boyardos. Los boyardos cometían injusticias con los mujicks; sea: los tenían reducidos a un estado de primitivismo, les sustraían quizá el salario justo, pecado que según el catecismo “clama al cielo”.
Pero el bolchevismo, que usó como instrumento político el estribillo “¡la tierra a quien la trabaja!” ha acabado por socializar la tierra y convertir al Estado en el Gran Boyardo, de manos más duras y corazón más pétreo que todos los otros juntos.
Pagar con una injusticia la injusticia aumenta la injusticia. El péndulo empujado de un extremo se va al otro; y comienza el movimiento interminable del mal, “el abundar la iniquidad”, que dijo Cristo destruiría en los últimos tiempos hasta la misma convivencia.
Esta actitud de digerir la injusticia resulta a la postre la mejor venganza. En efecto ¿qué se propone el odio? El odio se propone – o buscar inconscientemente, pues hay odios inconscientes – esencialmente destruir. ¿Qué mejor venganza que ofrecerle el resultado contrario, el ensanchamiento del alma
propia, la purificación y mejora de la vitalidad interna?
Pero ¿dónde está la alquimia que convierta ese veneno en medicina y alimento?
“La ponzoña más dura y obstinada es la
injusticia social… Una injusticia que no es reparada es una cosa inmortal…”.
Si ¿dónde está el medio? Séneca decía: “Si alguien te ofende no te vengues: si el ofensor es más fuerte que tú, tenle miedo; si es más débil, tenle lástima”.
Esta consideración, pronunciada a un hombre bajo el peso de una injusticia real y seria, tiene la virtud de ponerlo prodigiosamente furioso.
El medio de digerir la injusticia es un secreto del cristianismo. Es la actitud heroica, y aparentemente imposible a las fuerzas humanas, de devolver bien por mal, de bendecir a los que nos maldicen.
El Evangelio contiene muchos secretos, muchos abismos de filosofía moral. El Evangelio asume a Séneca a las alturas de la eficacia total.
Las fuerzas psicológicas del hombre son limitadas y pueden sucumbir ante un gran dolor moral.
“Consolar al triste…” – y eso no con palabras sino con ayuda verdadera, es la mayor de las obras de misericordia.
Un gran dolor moral no consiste en un conjunto de imágenes lúgubres que se pueden espantar o apartar con reflexiones, distracciones o palabrería devota, como creen los santulones. Es pura y simplemente una herida, a veces una convulsión y una tormenta, que puede descuajar al alma y romperle sus raíces.
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