Preparación para la muerte

¡Hay que morir! Más pronto o más tarde, pero hay que morir. Cada siglo se llenan las casas y las ciudades de gente nueva; la antigua ha ido a encerrarse en los sepulcros.

Nacemos ya con la soga al cuello, o sea, condenados a muerte. Por muy larga que sea nuestra vida, vendrá un día y una hora que serán los últimos para nosotros, y esa hora ya está señalada.

Habrá Religioso que, en lo mejor de sus planes y preocupaciones mundanas, oirá que le dicen: «Hermano, está usted muy mal; prepárese a la muerte» Entonces querrá el enfermo arreglar bien las cuentas; pero ¡ay!, que el horror y la confusión que se apoderarán de él lo trastornarán de tal modo, que no sabrá qué hacer.

Todo lo que ve y oye le causa pena y temblor; entonces todas las rosas del mundo se le convertirán en espinas; espinas serán los recuerdos de las diversiones pasadas; espinas las honras alcanzadas y la vanidad que ostentó; espinas los amigos que le apartaban de Dios; espinas los vanos lujos; y todo será espinas.

¡Qué terror le causará entonces el pensar: «Dentro de poco habré traspuesto la vida, y no sé cuál será mi eternidad, si la feliz o la desgraciada!» ¡Oh, las solas palabras de Juicio, Infierno, Eternidad, qué espanto causarán a los pobres moribundos!

Figuraos un Religioso en su última enfermedad. Antes se le veía siempre por el monasterio bromeando o revolviéndolo todo; ahora está postrado, perturbado: no habla, no ve, no oye.

¡Ah! Ya no piensa el desdichado en sus planes, ni en sus vanidades; ante la vista tiene clavada la única idea de la cuenta que tiene que dar a Dios.

Los hermanos que lo rodean (de los cuales uno llora, otro suspira, otro está mudo), el confesor que lo asiste, los médicos reunidos en consulta, todo eso son señales fatales. Entonces el enfermo ya no ríe, no piensa en pasatiempos; no piensa más que en la noticia terrible de que su enfermedad es mortal.

Y no queda más remedio: tal como está, entre confusiones y tormentos de dolores, angustias y zozobras, tiene que salir del mundo.

Pero ¿cómo prepararse en tan breve tiempo, y estando la inteligencia tan oscurecida? Pues no hay remedio: hay que partir; lo hecho, hecho está.

Si tuvieras que morir esta noche, ¡cuánto darías por un año o por un mes más de vida! Pues debes resolverte a hacer ahora lo que entonces no podrás hacer. ¿Quién sabe si este año, este mes, esta semana, o quizás este mismo día; serán los últimos para ti?

¡Oh que terror causa al moribundo pecador el sólo nombre de eternidad! Por eso no quiere: oír hablar más que de sus dolores, de los médicos y de las medicinas; si se le quiere hablar del alma, se cansa, cambia de conversación y dice: «Hágame el favor de dejarme descansar».

Clamará el infeliz: -«¡Oh, quién me diera tiempo para reformar mi vida!» Pero oirá que le responden: -«¡Sal de este mundo!» -«¡Que llamen más médicos -dirá-; prueben otras medicinas!…» -«¡Qué médicos ni qué medicinas!» Ya llegó la hora, y hay que marchar a la eternidad.

Ya se presenta un sudor frío, se oscurece la vista, se paralizan las pulsaciones, se enfrían las manos y los pies, queda ya el enfermo como un cadáver y comienza la agonía. ¡Ah! Ya comenzó el pobre su travesía…

Luego va faltando el aliento, se hace cada vez más rara la respiración: son los anuncios de la muerte. El confesor enciende una luz, que coloca en la mano del moribundo, y comienza a hacerle los actos para bien morir. ¡Oh, candela fúnebre! Ilumina ya nuestras almas, porque de poco servirá tu luz cuando ya no hay tiempo para reparar el mal.

¡Oh, Dios mío! A la luz de esa lámpara siniestra, ¿qué aspecto tomarán las vanidades del mundo y las ofensas hechas al Señor?

Y por fin expira el moribundo: allá acabó para él el tiempo y comienza la eternidad. ¡Oh momento que decide una felicidad o una desgracia eternas!

Cuando ya el moribundo haya expirado, se volverá el sacerdote a los presentes, y dirá: – «Ya acabó. Los acompaño en el sentimiento.» – ¿Murió ya? -Sí; ya murió: descanse en paz – Descanse en paz, si murió en paz con Dios; pero si murió en su desgracia, no tendrá paz el infeliz mientras Dios sea Dios.

Luego que haya expirado, las campanas tocarán a muerto; al poco rato se habrá difundido la noticia. Unos dirán: «Era muy garboso, pero poco tenía de santo.» Otros dirán: «¿Quién sabe si se habrá salvado?» Los parientes y los amigos, agobiados por la desgracia, no querrán ni oír hablar de él: «No nos lo recuerden por favor».

Si queréis verlo, abrid aquella fosa y miradlo: ya no impecable en su vestido, bien ceñido el busto, sino convertido en podredumbre de la que nacen los gusanos que le irán comiendo las carnes, hasta no dejar de aquel cuerpo más que un esqueleto fétido, que después se irá destrabando, separándose la cabeza del tronco y los huesos todos entre sí.

¡Oh momento supremo, en el que se decide la suerte que ha de tener cada uno durante la eternidad!

Habiendo expirado ya el religioso, quizá los circunstantes todavía están deliberando si murió o no; pero él no espera, y entra en la eternidad. Certificada ya la muerte, el sacerdote rocía el cadáver con agua bendita, y llama luego a los ángeles y a los santos que vengan a socorrer al alma: «Asistidla, santos de Dios; salid a su encuentro, ángeles del Señor». Pero si el alma se condenó, de nada servirán los ángeles ni los santos. Vendrá Jesús a juzgarnos, presentándose con las mismas llagas que recibió en la Pasión. Esas llagas serán un consuelo para los penitentes que con verdadero dolor lloraron sus pecados durante la vida; pero serán el terror de los pecadores impenitentes.

Verá el alma, la majestad del Juez; verá cuánto sufrió por su amor; cuántas, veces fue misericordioso con él; cuántos medios de salvación le suministró; verá la vanidad de los bienes mundanos y la grandeza de los bienes eternos; verá entonces la verdad de las cosas, pero sin provecho ya, porque el tiempo de reparar yerros pasó. Lo hecho, hecho está.

Cuando el alma sale de esta vida en pecado mortal, antes que pronuncie el Juez la sentencia, ella misma se la dirá y se declarará posesión del infierno.

¡Qué terror causará a los réprobos el verse rechazados por Jesucristo con aquella condenación pública: Apartaos de Mí, malditos! (Mt. 25,41). Jesús mío, ésa es la sentencia que en otro tiempo merecí; pero confío que me habréis perdonado: «No permitáis que me separe de Vos». Os amo, y espero amaros eternamente.

En cambio, ¡qué alegría para los justos al oír que Jesús los invita a entrar en el cielo: ¡Venid, benditos! Amado Redentor mío; por vuestra sangre espero que podré aquel día contarme en el número de las almas afortunadas, que, abrazadas a vuestros pies, os amarán por toda la eternidad.

Reavivemos nuestra fe, y pensemos que un día nos hemos de ver en aquel valle, o a la derecha; con los justos, o a la izquierda, con los réprobos.

San Alfonso de Ligorio


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Comentarios

2 respuestas a «Preparación para la muerte»

  1. Carlos

    Me llegó la información de que Buela está en las últimas…
    ¿Es por eso que publican tremenda meditación? La leí y no puedo imaginarme estar en los zapatos del fundador del IVE.
    Pneumonía? Cáncer? Alguien sabe algo? Qué pena que se vaya sin confesar la verdad de lo que hizo

    1. Yo

      Te llego media corta la info… más o menos imagínate los zapatos del Padre Luis que es sacerdote para siempre,o a los mismos tuyos que tbn te pedirán cuenta…
      Y que bueno que hayas estado ahí,para saber si pudo o no morir en gracia!..