Sobre la obediencia religiosa según Castellani

(Leonardo Castellani, Las Ideas de mi Tío el Cura, Excalibur, Buenos Aires 1984, 30-34. [Con
prólogo del P. Carlos M. Buela.].)

[…] Santo Tomás precisa incisivamente estas fronteras de la ley cuando habla de la obediencia religiosa, la más rigurosa que existe. Es cierto que el religioso debe acatar el mandato jerárquico a ciegas, “perinde ac cadaver”, como dicen que dijo Loyola; pero ningún hombre está dispensado de guiar su vida con sus propias luces ni puede obrar jamás si su intelecto no le pinta su acción en línea con la razón. Ningún voto del mundo puede dispensar a un hombre de tener conciencia propia, porque en eso justamente consiste ser hombre.
Subditus non habet judicare de praecepto proelati, sed de impletione proecepti útique, quia ad ipsum spectat. Unusquisque enim tenetur actus suos examinare ad scientiam quam a Deo habet, sive sit naturalis, sive adquisita, sive infusa: OMNIS ENIM HOMO DEBET SECUNDUM RATIONEM AGERE”.
(De Verit, XVII, 5, 4).

En el mismo artículo en que se encuentra este axioma, Santo Tomás explica que, si un pecado grave o leve aparece claramente en un mandato del superior, obedecer es pecado: “conscientia enim ligabit; praecepto proelati in contrarium existente”.
El “a ciegas” de San Ignacio se refiere más bien a esa superficial y mudable razón cotidiana y conceptual que arriba juntamos, no a la iluminada intuición del alma obediente, enderezada a Dios como un reflector en la noche, y viendo con la luz de la fe mucho más allá de lo temporal y lo rutinario.

El “perinde ac cadaver” es una metáfora mística, que parece inventada aposta para hacer bolacear a los métomentodo. La verdadera obediencia no puede dispensar jamás de tener conciencia. Hay casos en que el súbdito tiene el deber de decir al superior: “Aquí estamos los dos haciendo barro”, y decírselo con la energía con que San Pablo se lo dijo a San Pedro, “in faciem ei réstiti” como dice el impetuoso tarsense […].

El retrato que así hace Huxley de la obediencia jesuítica (pasividad total abdicadora de la personalidad) aunque es falso no es absurdo o ficticio. El representa la corrupción de la virtud de la obediencia, corrupción que no es imposible. La tentación de abdicar de la conciencia moral y volverse un autómata sin miedo y sin riesgos y una planta con patas, por inhumana que parezca, es un hecho. ¿Acaso el llamado por los médicos “síndrome adiposogenital” no representa esa misma tentación en el orden biológico? La conciencia es una carga, al fin y al cabo, de acuerdo a aquello (exagerado) de Campoamor:

       “Del infierno en lo profundo no ví más atroz sentencia que la de andar por el mundo cargado de una conciencia”.

Esta tentación de obediencia muerta e inerte es más rara que su contraria y lleva en el seno su sanción: por eso los ascetas antiguos no insisten acerca de ella y ponen toda la fuerza en combatir la inobediencia […]. Pero toda virtud, ya lo enseñó Aristóteles, anda siempre en medio de dos vicios, que representan su exceso y su defecto. […].

Nunca me olvidaré a propósito de todo esto (y creo que no hará daño hoy hacerlo público) lo que me dijo mi tío el cura a su vuelta de Europa, el cual había recorrido Europa, y comparado entre sí nada menos que once Provincias de los jesuitas, a propósito del terrible ataque llevado por Unamuno durante toda su vida contra los jesuitas españoles: “Lo que falla o puede fallar actualmente a alguna provincia de los jesuitas, en todo caso – me dijo el canónigo – es que los superiores se han vuelto ‘propietarios’ (del mando, de las posiciones, de los instrumentos de trabajo, etc.), es decir, se han apropiado en cierto modo la disposición de los bienes COMUNES, incitando con su ejemplo a los súbditos a independizarse económicamente por así decirlo. Entonces la obediencia-virtud se vuelve difícil y crecen los extremos de la
obediencia-vicio, o sea la insubordinación y el servilismo, con lo cual se anemia todo…”. “Pero esto es defecto de personas y no del instituto” – concluía el viejo, que en el fondo no quería mal a los jesuitas.

Así decía mi tío. Yo no lo entiendo del todo, por lo cual desde entonces no hago más que estudiar Santo Tomás a toda furia.

 (De Las ideas de mi Tío el Cura, XXVII)




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